Para leerse sin música
Terminar de leer un libro, Marie, inevitablemente me
conmueve al llanto, como si después de él la vida no existiera, he llorado con
todos, las lágrimas se acumulan y ruedan por las mejillas, con la misma
naturalidad que a mi Jacinta le brotan hojas nuevas; esta vez fue El cuerpo en
que nací, de Guadalupe Nettel, y el desamparo en que me encuentro me recuerda
aquellos que fueran amigos míos y que por alguna razón han tenido (o querido)
alejarse.
No puedo decir que este sea el momento más feliz o más
estable, vivir solo es un verdadero fastidio, no porque me moleste la soledad,
en realidad la disfruto, y me siento menos sola escuchando a Nancy comer uno de
los caramelos que le regalé del intercambio de dulces de la empresa que estando
en casa con mi familia, o con mis amigos, casi siempre tríos en los que no
termino de encajar, pero es un fastidio, todo lo que actualmente pasa es ridículo y aburrido; yo no
digo groserías, pero “el sistema” (cuatro señoras conservadoras y difíciles de
la empresa), mi falta de cariño hacia ciertas personas, mi familia que ahora
está un poco lejos, mis amigos de quien me siento distante, este cansancio de
hace diez años, la risa de la gente sosa, las playlist que han repetido desde
hace tres semanas, sin variar una canción, y la sarta de conversaciones no
transcendentales me hacen recordar a Porras (aunque él no se acuerde de mí), y
su: la gente pendeja.
En este momento de alienación en el que cada día que
estoy por meterme a la cama siento como si estuviera en un hotel, de
vacaciones, Nettel ha llegado, no como quien se acerca a darte un abrazo o un
beso, no como mamá, ha llegado como
quien se sienta a tu lado en estas tardes naranjas e insoportables de otoño, a
acompañarte, sin decir una palabra, sin consejos, sin pretensiones, solo a
ayudar a quitar la maleza para esclarecer el asunto… la vida, la mía.
Esta entrada iba a ser de la pesadilla que tuve a las
cuatro de la mañana con cuatro minutos acerca de mi hermana y su miedo a un “algo
desconocido” en la oscuridad, como soy muy dramática y gusto de ver todo en
donde no hay nada, le escribí a esa hora diciéndole con detalle el sueño,
también le decía que podía contar
conmigo y que aunque no éramos muy cercanas, podíamos platicar cuando quisiera,
por otro lado puesto que jamás lo habíamos hecho, le escribí que no se lo
solicitaba, no lo habíamos hecho nunca y no empezaríamos ahora si ella no quería, me respondió a
las cinco de la mañana con cinco minutos y eso para mí fue una inevitable buena
señal que a las siete de la noche se volvió una mofa de mi cariño (ya muy maltratado,
pero siempre vigente) hacia ella, y como siempre, me sentí ridícula y
sentimental.
Esta entrada no la tenía pensada y agradezco las
burlas, las percepciones, y toda la hostilidad industrial que me llevó a sentir
y a escribirla, agradezco infinitamente que Ale y Víc sean de mis amigos más
entrañables y que Víctor me prestara este libro, que sí, voy a comprar y sí, es
de mis favoritos.
Puse el celular en modo avión porque terminar un libro
me parece un acto de amor y atención total, y era momento de liberar algunas
sensaciones inentendibles por medio del agua. Así todo se quedó de lado en este
momento, los cariños no correspondidos, y los que no voy a poder corresponder jamás,
la felicidad y salud que mi madre me obliga a expresar tengo o voy a trabajar para
tener (amo a mamá pero no me gusta no
gustarle), la fuerza que Sandy quiere que tenga, el ánimo feliz que mi jefe me dice me caracteriza y últimamente “estoy
perdiendo”, mi desencanto de los veintes y de las personas, mi incompetencia, esos te quiero que me exigen y que para nada logro sentir; solo quedamos Nettel, su estirpe guerrera de trilobites y yo.
Por primera vez en mi vida acepto, gustosa, el hecho
de ser un outsider, como le dije a
Carlos entre semana, y parte de este octubre es tomar como punto de partida
este hecho ajeno a mí, pues a diferencia de las amazonas y damiselas maternas,
yo soy un alien, y bueno… eso es maravilloso. Me quedo la empatía literaria, la
complicidad en mi bolsa todos los días a lado de mi emulsión de Scott y las
lecturas de la mañana, esa primera cita de la página 95, que tuve que compartir con mis amigos los amorosos (Ale y Víc), de la infelicidad que exuda el cuerpo y que las demás personas intuyen, por
tanto se alejan, porque a nadie le gusta la gente melancólica, el subrayar la
excentricidad para que esta no se vuelva una cuestión involuntaria, si no
asumirla como una demostración de fuerza.
No habrá una metamorfosis milagrosa, y acepto que
Cuasimodo siempre me pareció más hermoso que la gitana, de todos modos, todavía
tengo las emociones y las palabras hechas bolas en el pecho y en los dedos,
pero ahora esta habitación no me parece tan triste, ni mis libros acomodados en
la mesa y se me ocurre que la siguiente conversación con Víctor va a ser
deliciosa.
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