El cielo
tiene nubes de distintos colores, están las relucientes y blancas, magníficas
vírgenes que desaprueban la vida lejos del mar. Es que el mar es todo, Marie,
el mar lo es todo.
Están las
oscuras que difuminan su propia forma delante de las blancas; precisa es su
existencia para enriquecer las posibilidades y las emociones del cielo. Caos,
melancolía, la presencia regia de la tragedia, sin reinar realmente, pero
estando, por estar, por ser.
Las
doradas y naranjas, tan cercanas a Apolo, las piadosas, porque han conocido el
dolor humano, la tragedia y el sufrimiento de las almas que se desgarran en un
día precioso, en una noche oscura, sin esperanza.
Las
rosas, de ensueño, de lo que ha dejado de ser, rosa imposibilidad, risas que no
fueron, besos que no se dieron, rosa de las lágrimas que quedan, rosa de la
esperanza y el eterno dolor.
Cielo,
cielo, tan extenso, te miro en tu inmensidad, porque no hay antípodas, ni izquierda,
ni bóvedas, te miro en la hermosura del cénit más inocente, más trágico. Tus
nubes presencian todo, ven cómo vive, cómo ríe, cómo respira.
Cielo, te
miro y siento tu grandeza en mis párpados, en mi pecho en el cabello que
despeinas.
Cielo, mi
cielo, en la eternidad, resonando.
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