martes, 12 de diciembre de 2017

Cuentos mochos I

20 de noviembre de 2017




¿Te acuerdas cuando me preguntaste por el nombre de mis bisabuelos?, por fin lo sé. De mi madre son Viviana y Maximina; de mi padre María del Carmen y Trinidad. El abuelo de mi padre era de Cataluña, de ahí mi apellido… de ahí la historia.




El terror me sigue invadiendo cada vez que por algún motivo debo pasar al jardín trasero, no con la misma intensidad que al principio, pero me sigue aterrando, sabía que había algo extraño en mis primas, en la familia, en la casa, aun así a mí me ha tocado jugar el papel de espectador.


Ahora me queda una adultez cansada y melancólica, con facilidad se me amontonan las emociones en el pecho y debo contener que rueden las memorias por las mejillas, me basta con estar en cualquier habitación que esté orientada al poniente para ver la copa de los árboles y recordarla, y tener que contenerme.


Ellas vivieron en esa casa desde su nacimiento, y aunque yo llegué mucho después, crecimos juntas Daniela, Leticia y yo. Leticia era una musa, una escultura de mármol tallada delicada y grácilmente, cada gesto, cada risa eran deliciosos, liviana como los vestidos de organza que usaba, de cabello largo y castaño, joven de luz y color. Por otro lado, Daniela poseía una belleza de menor atractivo, pero un intelecto mucho más desarrollado, mujer de tez blanca y cabello risado, negro, cuerpo erguido y fuerte, risa escandalosa y la mirada de niña a pesar de poseer la sabiduría de un anciano.

Por mi parte, he sido un caos y un desastre desde mis primeros años, pero este relato no trata de mí. Cuando yo llegué  a los seis años, comenzó todo, las fui conociendo poco a poco hasta descubrir lo que ellas llamaban esto.


Crecimos como crecen las personas en ese pueblo, nos levantábamos todos los días a las seis de la mañana, íbamos al colegio con el uniforme, yo usaba el uniforme de los chicos, porque me consideraba un vaquero, y terminando las clases asistía con Daniela a la biblioteca a hacer la tarea, ella, yo no la hacía yo leía y leía y leía los volúmenes de Poe, de Becker y Quiroga. Los sábados íbamos a la panadería del pueblo a comprar el pan recién salido del horno de piedra, andábamos en bicicleta y los domingos hacíamos un picnic en los terrenos de nuestros abuelos, después de asistir a misa y recibir los tres pellizcos que también eran rutina. Hacíamos lo mismo que los demás niños, a excepción de algunas cosas que mi tía decía me hacía ver muy machorra.



La casa, era de tres pisos y un terrado, se componía de una segunda construcción en la parte trasera, la que apunta a poniente, con un estudio que tenía un escritorio grande de madera cruda, una máquina de coser, el horno de cerámica, algunos caballetes y telas. También estaba el antiguo almacén que surtía la tienda de los que fueran nuestros bisabuelos, la segunda generación que habitó esa casa. Esa habitación aun servía de despensa. El estudio tenía una ventana que daba al huerto, la última parte de la casa, un amplio espacio lleno de árboles de ciruela pasa con sus hojas guindas y sus frutos negros, peras de agua que se volvían naranjas llamaradas en otoño, higos y nogales viejos y deliciosos, algunas frambuesas, duraznos y bolas de nieve. 

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